13.11.04

Requiem por un guardia civil

Luis Beroiz - Padre de preso político vasco

Ni siquiera sé tu nombre. Ni si has dejado familia, que supongo que sí, y a la que desde aquí mando mis condolencias, pues nunca me he alegrado de ninguna muerte y, ahora, no iba a hacer excepciones. En ningún medio escrito, estatal ni regional, salvo GARA, he leído la noticia de tu fallecimiento. Todos han ninguneado el accidente. Ni una reseña en la sección de sucesos.
A pesar de ese injustificado silencio, no puedo quitar de la cabeza que los últimos momentos de tu vida los pasaste al lado de mi hijo. Pudo ser él el muerto pero quiso el destino, sólo el destino, que fueras tú el elegido. Cuestión de suerte. Le estuvisteis vacilando y humillando toda la tarde. Le hablasteis de vuestras vaca- ciones en Ibiza, mientras él se pudriría en Aranjuez. Os pidió que le aflojarais las esposas pues, tanto aquí la ertzaina como allí, os ensañáis en este menester y tiene las muñecas insensibles. «Oye, éste dice que si no le aflojamos los grilletes que nos denuncia», fue vuestra traducción. «Este lo que se merece es un tiro y a tomar por culo», fue la risueña respuesta. Ni que decir tiene que ninguno accedisteis a su petición. Luego vino el accidente, del que se nos ha ocultado todo. Todavía estoy esperando llamada del centro penitenciario. Te puedo decir que dos días más tarde comprobé sobre el asfalto de la N-400 una gran frenada, una valla metálica destrozada que afortunadamente os libró de caer terraplén abajo y que os desvió al otro arcén de la ca- rretera dando vueltas de campana. No pude resistir la tentación de traerme para casa un piloto y un espejo retrovisor rotos, supongo que como recuerdo, aunque no lo tengo muy claro.
Sigo. Mientras tus compañeros te atendían, mi hijo gritaba para que lo sacaran de la jaula. Tuvo que arrear una patada a la puerta del techo para salir. «Hijo de puta etarra, tú has sido el mejor parado» fue lo primero que oyó al asomar la cabeza. «Tú tienes la culpa de todo. Quieto ahí, mecagüendios, que te , que te... Y no intentes escapar». Hombre, no es que esperase nada amable o dulce, pero de ahí a lo que tuvo que oír tras palpar los pasos de la muerte... A los tres os trasladaron al hospital, al chaval a la celda. Sólo 48 horas más tarde, «otra vez en furgón, esposado y a toda hostia», tuvieron la deferencia de llevarlo al Gregorio para hacerle un encefalograma y radiografiar sus múltiples lesiones.
No sé por donde andarás ahora. Nadie sabe dónde van los que mueren. Para algunos los muertos siguen viviendo, incluso muchos tienen influencias, de ahí la creencia en la existencia de los milagros. Si así fuera, dondequiera que te encuentres, te habrás percatado de la inutilidad de esta guerra, de tantas muertes, de tanto sufrimiento. Estoy, también, seguro de que, ahora, estarás viendo clara la solución. Yo la intuí de pequeño, viendo películas del oeste. Cuando veía morir a tantos soldados y a tantos indios y so- brevivir a los jefes que, además, se quedaban con la chica, me preguntaba ¿por qué, unos y otros, en vez de enfrentarse entre ellos, no se dan media vuelta y encorren a los mandos hasta la orilla del río, allí los enjuician, los encierran y, luego, soldados e indios juntos, deponiendo las armas, se abrazan e inician la danza de la paz? No hay otra solución. Por eso, si, estés donde estés, alguna influencia tienes ¿por qué no logras que alguien inocule unos gramos de sentido común entre tus compañeros y se den la media vuelta? Veríamos perder el culo a todos los periodistas que han obviado el teletipo de tu muerte porque han aceptado que no se sepan las condiciones de velocidad e inseguridad con que se realizan los traslados. Llevaríamos hasta el río a todos los políticos que, por estulticia o interés, están perpetuando esta situación sangrienta. Algunos jueces serían enjuiciados. Los escoltas encorrerían a los escoltados. Desnudaríamos, a la orilla del río, de sus fortunas a los corruptos. Luego los encerraríamos a todos en los agujeros que abandonarían la multitud de inocentes que ahora los ocupan. Y juntos, indios y sol- dados, deponiendo las armas y los odios, aceptando nuestras diferencias, iniciaríamos la danza de la paz duradera.
Comenzaríamos por Itoiz, ese pedazo de naturaleza privilegiada que intereses bastardos quieren anegar. Allí tus compañeros se ensañan con mis paisanos que defienden la casa de sus padres y la tierra que aman. Me cuesta asimilar tan infundada violencia. Por eso si en algo puedes influir, haz que encorran hasta el río a los corruptos que se han enriquecido con la obra, a los que propiciaron un cambio escandaloso en la legislación, a los jueces que a sabiendas la han aplicado, a los medios que silencian la inseguridad de esa maldita presa que no va a dejar dormir tranquilo a nadie, aguas abajo. Todos tienen nombre y dos apellidos. Cuando los tengamos encerrados, iniciaremos el baile de la era. Todo esto que estoy diciendo puede que no guste a muchos, hasta puede que no guste a nadie. Me da lo mismo. Si logras el milagro, cuando bajemos a recoger a mi hijo libre y a todos sus amigos, depositaré un ramo de flores silvestres, tan abundantes en la zona, en el lugar del mortal accidente. Requiescas in pace.

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