K. K. K.
Luis Beroiz - Licenciado en Ciencias Económicas y Derecho
14/08/03
Qué habrías hecho tú, burukide, en el supuesto de que a tu hija la hubiesen profanado, humillado y torturado sin descanso en los calabozos, durante un montón de días con sus respectivas noches, precisamente los que se presume deberían velar por nuestra seguridad y la de los nuestros? Y ustedes, señor juez o señor fiscal, ¿qué habrían hecho si a su hijo lo hubiesen mancillado, humillado y torturado hasta la extenuación esos mismos responsables del orden, en los mismos calabozos y durante el mismo largo período de tiempo de incomunicación? Como mínimo, ya que todos tenéis potestad para ello, les habríais despojado de empleo y sueldo, de función y de cargo, les habríais acusado de oficio, les habríais hecho un juicio rápido y, a buen seguro, los habrías encarcelado quizás para siempre, con el fin de evitar actuaciones similares en el futuro y, de esta forma, conseguir que se hiciera justicia con vuestros respectivos hijos.
Yo los mataría me interrumpe un amigo que, además, es pariente.
Porque, al decir de muchos, torturar es, todavía, más abyecto que matar, lo que, vuelto a pasiva, significa que uno puede preferir morir a seguir siendo torturado. Esto, que no os lo han podido decir vuestros hijos porque carecen de experiencia, es el testimonio que hemos escuchado de los nuestros, en favor de los cuales nos está dando la impresión de no estar haciendo nada, por lo que ahora os lo voy a contar, con el ruego de que no se lo digáis a nadie, de que quede entre nosotros. ¿Prometido? Venga, pues.
Cuando te llevaste a nuestros hijos a Arkaute, burukide, allí, ya sabes, el ertzaina malo acostumbra a repartirse el tiempo con el ertzaina bueno, aunque se siguen cruzando apuestas para dilucidar quién es el más canalla de los dos. El bueno, al menos, dejaba hablar, incluso se podía vacilar con él. El caso es que, una de las veces, el motivo del vacile fueron unas «k» que, si miras con ojos perspicaces e imaginativos, aparecen en la envoltura de una famosa marca de pitillos rubios norteamericanos. Hasta tres pueden apreciarse, o sea las siglas del Ku Klux Klan. Es una bobada, pero cualquier nimiedad, hasta la más trivial, era válida, con tal de retrasar cuanto se pudiera la llegada del malo. Esto que no llega ni a anécdota estaba ya olvidado, al menos por parte del torturado, si no hubiese sido porque el bueno, tu ertzaina bueno, se ha puesto polainas y ha vuelto a cabalgar de nuevo.
Resulta que en la prisión de Aranjuez, señores fiscal y juez, no se sabe por qué aunque uno se lo figura, tienen por costumbre no aceptar y devolver las cartas que llegan sin remite, de tal forma que sólo podemos recuperarlas de la administración de correos de la ciudad si vamos antes de que las destruyan. Hete aquí que, entre las recuperadas meses más tarde de que fueran escritas, como un sopapo en pleno rostro, nos aparece una fechada en Vitoria-Gasteiz conteniendo una postal navideña y unos inocentes deseos de felicidad que a mi chaval, al leerla, le ponen los pelos de punta, mientras, a duras penas, nos intenta explicar el misterio, embutido todavía en su collarín, consecuencia del reciente mortal accidente. Allí estaba el bueno, de nuevo, impúdico sobre la grupa.
El mensaje, escrito de puño y letra, decía así: «Sigo sin fumar, pero cuando veo un paquete de 'Marlboro' me vienen recuerdos a mi mente. Zorionak, Andoni. K. K. K.». Es tu empleado, burukide, que ni olvida ni, por lo que se ve, va a permitir que le olvidemos y es que son insaciables. Sabemos quien es porque en los calabozos de Arkaute actuó a cara descubierta. Y actuó así porque no teme nada o, quizás, porque esté optando a medalla de reconocimiento. Y no teme nada porque negar machaconamente que en Arkaute se tortura, a sabiendas que se miente, como lo han hecho el jefe de ese estercolero y, con él, la mayoría de sus consejeros, machos y hembras sin distinción de género, supone conferir carta de impunidad a las bestias que torturan, es colaboración con grupo armado y es, sin paliativos, apoyo al terrorismo y, si me apuras, pertenencia. Leídas en plena canícula todavía son más sangrantes este tipo de felicitaciones navideñas.
Y no teme nada, señores juez y fiscal, porque no tramitar con celeridad las denuncias de tortura garantiza la impunidad. Archivarlas supone complicidad. Admitir como prueba la autoinculpación obtenida bajo suplicio significa incitación, cobertura y beneplácito. Y admitirla como única prueba no puede ser otra cosa que adherencia a grupos nacidos para ejercer el horror.
Lo siento, pero tengo que preguntar otra vez: ¿Qué habrías hecho tú, burukide, en el supuesto de que tu hija, a la que hubiesen profanado, humillado y torturado en los calabozos, durante un montón de días con sus respectivas noches, recibiese esta carta precisamente de los que se presume deberían velar por nuestra seguridad y la de los nuestros? Es la misma pregunta que os estoy haciendo a vosotros, señores juez y fiscal.
Yo lo mato me vuelve a decir mi amigo, que, además, es pariente.
Que no, le contesto. Que así, no. ¿No ves que las malvas podrían envenenarse? Nos bastaría, como te dije otra vez, burukide, que compareciéramos todos ante un jurado de doce mujeres u hombres buenos, elegidos al azar entre nuestras gentes, todos juntos, torturados, torturadores y consejeros, a cara descubierta y que, tras escucharnos, ellos decidieran en conciencia. Y que sea lo que el jurado quiera. Me dirás que para eso están los jueces. Y yo te diré que no. Porque hoy los jueces no son de todos, son tuyos, son vuestros, son de aquellos, son apéndices, no son ellos, no son nuestros. Esto es, al menos, lo que estoy escuchando estos días de vuestra boca, también de boca de ellos.
Llegará un día en que esta posibilidad sea realidad, en que se acabe vuestro terror, el de los buenos y el de los malos, en que seáis juzgados todos los corruptos, en que repiquen a gloria todas las campanas de Euskal Herria. A nosotros nos tocará oír las cercanas de Andra Mari. Tanto daño como nos estáis haciendo no os puede salir gratis, burukide. Comprenderás, pues, que de vez en cuando descargue algo de peso y lo comparta contigo, con vosotros. No importa que, los unos por acción y los otros por omisión, intentéis hacer desaparecer el soporte. Haremos nacer otro, y, si no, escribiremos nuestro dolor y nuestra esperanza en la corteza de los chopos, en los cantos rodados del Irati o en la piel de las palmas de la mano. Pero estáis condenados a seguir leyéndonos.
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