13.11.04

Diecisiete años y medio

Luis Beroiz - Licenciado en Derecho y en Ciencias Económicas
23/05/04

La cadena, por desgracia, no iba a romperse en el último eslabón. El primer eslabón se inició con la detención, tortura y entrega de nuestros hijos, obra de un gobierno cipayo, cipayo donde los haya. El último eslabón nos ha dejado en el zapato diecisiete años y seis meses de cárcel por un acto de kale borroka, cuya autoría, mal que les pese a todos, sigue siendo la gran desconocida. Los señores magistrados no podían fallar, y la macabra cadena se acaba de cerrar y rodea, inmisericorde, nuestros cuellos.

Debo reconocer que, de pequeño, mi admiración por los jueces rayaba en la reverencia. Mi pueblo ha sido y es partido judicial y siempre ha tenido juez. Viví mi adolescencia bajo la impresión de convivir con un hombre muy superior al resto de mortales, con un ser inefable además de infalible. Su misión, hacer justicia, me parecía más sublime, difícil y comprometida que, por ejemplo, la del cura o la del médico. Así de ordenados tenía yo mis prejuicios, cuando un hecho de carácter escatológico, puso en mi mente las cosas en su sitio. Impelido, un día, en el bar, por la necesidad de orinar, me dirigí al baño, encontrándolo ocupado. La falta de urgencia me permitió volver al grupo y apurar otro trago. No tardó mucho en abrirse la puerta y ¡hete aquí que el ocupante no era otro que el juez de primera instancia! Al cruzarnos, me dedicó una amable sonrisa que devolví mientras me encaminaba al excusado, abría su puerta, entraba y procedía a cerrar el pestillo por dentro. ¡Señor, señor qué fue aquello! En mi vida había experimentado olor tan penetrante, olor tan pestilente. De nada servían los jarrones de flores esmaltadas en las baldosas. Fue tal el impacto que me olvidé de orinar y no pude evitar una arcada de todo el vino con sifón que había trasegado aquella mañana de domingo. Mi concepto de divinos que había forjado sobre los jueces se diluyó. Los jueces, como los demás, eran humanos y, como tales, podían errar, maloler, tener fobias, condenar sin pruebas, incluso prevaricar. Y que conste que no estoy culpando al juez por hacer tan a gusto sus necesidades sino que siento la culpa como mía por querer orinar a destiempo, en mala hora, y por haberles tenido en un concepto tan idílico, sin ninguna justificación para ello.

Hasta ahora, los únicos juicios que había visto habían sido los de las películas. Ahora nos ha tocado vivirlos, varios, en propia carne. Y, mira por donde, de todos ellos habíamos salido encantados. Ninguna prueba, porque era imposible que las hubiera. Los abogados goleaban a los fiscales en las conclusiones. Había coartadas, tan serias ellas, que demostraban la falsedad de las inculpaciones y, en consecuencia, la realidad de las torturas. Así las cosas, la sentencia del primer juicio resultó, como no podía ser de otra forma, absolutoria para todos los inculpados, excepto para el autoinculpado que demostrará, en el recurso que ya ha presentado, la catadura y la sarta de inexactitudes que se está comprobando dijo el acusador en su comparecencia. Los tres magistrados de este primer juicio dejaban paso a otros tres colegas que iban a presidir los tres juicios restantes. Y en los tres, más de lo mismo. Como única prueba, siempre y sólo, las inculpaciones. Declaraciones descabelladas de los testigos, las mismas goleadas. Esta vez, sin embargo, los jueces recogen el guante de la fiscal y nos regalan con diecisiete años y seis meses para cuatro de los inculpados absolviendo a los otros tres por demostrar que no podían estar allí donde el que les inculpó firmó que sí estaban. ¿Cómo coño demuestran los otros cuatro que estaban viendo televisión, durmiendo plácidamente en la cama o haciendo el amor en solitario?

No sé si los magistrados de esta segunda tanda de juicios tenían establecida la condena desde el mismo día de la detención o no. Lo que sí quiero es compartir con ellos una serie de preguntas que me tienen más ocupado que preocupado. Veamos. Si para los primeros magistrados, tampoco lo es para la jurisprudencia, la inculpación no fue prueba suficiente ¿por qué sí lo fue para ustedes? ¿Habrá que denunciarles a ellos por defecto o a ustedes por exceso de celo? Si tres de los imputados han quedado libres por justificar que no estaban allí sino en otro lado ¿no se han preguntado ustedes por qué aparecían en la lista que libre y espontáneamente elaboró el que les inculpó? ¿No se les ha ocurrido pensar que quizás fuese porque la Ertzaintza le obligó a ello bajo tortura y porque los tres nombres ya figuraban en el escrito que, confeccionado por ese cuerpo policial, le presentaron para la firma? Y, si esto es así, no hay que ser muy lince para llegar a esta conclusión, ¿por qué no aplican las sanciones previstas para los que testifican en falso? Y si los chavales narraron, uno a uno, las torturas a que fueron sometidos ¿por qué no les han dado crédito si todo indica que ésa es una de las pocas verdades que se dijeron en los juicios? ¿Porque no había fotos?

- A decir verdad, en los juicios, lo único que se ha probado es la existencia de torturas - decía uno de los asistentes.

Y si los torturadores, si los forenses, si los jueces y fiscales del caso de los cuatro de Iruñea estuviesen en la cárcel, que es lo que merecen por lo que hicieron ¿habríais redactado la sentencia en los mismos términos en que lo habéis hecho? A buen seguro que no, señores magistrados. Porque ¿quién juzga a los jueces? Vuestra impunidad pretende ser nuestra impotencia pero, tomad buena nota, aunque sólo haya un ser en el mundo con capacidad para devolvernos la justicia que se nos ha usurpado, no tengáis dudas de que daremos con él, de que lo encontraremos. Desde ya nos ponemos a la labor. ¿Dónde están los Colegios de Abogados, los Colegios de Jueces, dónde está la Iglesia?

Con vuestras condenas, si las que restan son del mismo pelo, pretendéis conseguir que unos padres nos quedemos de por vida sin nuestros hijos, que sus hermanos se queden sin su hermano, sus primos sin su primo, sus tíos sin su sobrino, sus amigos y amigas, de por vida, sin su amigo. Habéis convertido a nuestros hijos en vuestros trofeos. Vuestras sentencias hieden más que el hedor del excusado de mi adolescencia. Nosotros sabemos que nuestros hijos son inocentes mientras vosotros pasáis de saber si son o no culpables, por mucho que todos los indicios os indiquen que no. No logro entender el monstruo que os habita dentro para condenar sin pruebas. Y condenar en la cuantía en que lo habéis hecho. Me queda la esperanza de que no vais a ver cumplidas vuestras sentencias. No vamos a dejar de luchar por ello. Aunque sea desde la cárcel, porque nuestro repudio a vuestras condenas es, y a mucha honra, apología de los condenados

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