A su señoría, Angela Murillo
Luis Beroiz, padre de torturado condenado
Habíamos oído hablar mucho de ti, sobre todo, desde que presidiste el juicio más frívolo de cuantos se han celebrado desde el proceso de Burgos. Las cosas que se han dicho tuyas no las voy a reproducir ahora, ni me voy a amparar en la reacción en tu contra de centenares de juristas, de aquí y de allí, ni me detendré en la iniciativa de un tripartito que te ha denunciado por conculcar derechos y libertades básicas, al tiempo que, paradigma de sarcasmo electoral, depositaba en tu regazo a nuestros hijos. No, Señoría. Y no lo haré porque el íntimo gozo que experimentáis ante estas contundentes respuestas sólo es equiparable con el dolor que desparraman vuestros veredictos.
No soy, pues, quien para hablar del 18/98, pero sí para hacerlo del 36/2004, donde ambos fuimos protagonistas, tú presidiendo la vista y yo contemplando cómo lo hacías. La primera sorpresa surge cuando, allí mismo, nos enteramos del trueque de tribunal, pues vosotros no erais los inicialmente designados. La segunda cuando, al iniciarse la sesión, enojada, amenazaste con expulsarnos de la sala si seguíamos emitiendo muestras de cariño--a raíz de tu advertencia fueron furtivas--a nuestros hijos, hermanos y amigos allí enjaulados.
Enfrente tenías a los acusados, en número crecido, a cara descubierta, sonrientes, tranquilos. A tu derecha, ocultos tras un biombo, desfilaron los testigos que envió el tripartito, entre los que, sospechosamente, esta vez no estaban los que les interrogaron en comisaría, sus torturadores. Tu labor era fácil: o creías a unos o creías a otros. Los chavales se limitaron a manifestar su inocencia, presentaron testigos fiables y te narraron con detalle el terrorífico trato a que fueron sometidos. Los agentes, la primera en la frente, te habían sentado en el banquillo a un chico, Kepa Saratxaga, que el día de autos no podía estar donde decían, pues se encontraba injustamente en prisión y tú, a sabiendas de que los que le señalaron, varios, por separado y alguno sin conocerle, lo hicieron bajo tortura, no te inmutaste y seguiste con la farsa; estos mismos creíbles agentes te fabricaron con colillas y bolsas de basura dos burdas pruebas, indemostrables y construidas zafiamente a posteriori. Tenías, pues, delante a la policía con más inocentes falsamente incriminados por metro cuadrado, como tenías obligación de haber comprobado recorriendo las sentencias de juicios anteriores. Así las cosas, abandonamos la Audiencia esperanzados, a pesar del momento electoral y de la orgía de cámaras asistentes al acto.
Ya en casa, a los pocos días, unas llamadas anónimas, repetidas desde teléfono desconocido a media noche y, sobre todo, el seguimiento de que son objeto los chavales, incluidas ¡otra vez! las gradas del frontón, nos encienden la alarma, presagiando lo peor. Y lo peor ha tenido lugar. Nos acabamos de enterar ¡por la prensa! de tu condena. Cinco años como podían haber sido cincuenta. De premio te han concedido la Presidencia de la Sección Cuarta de la Sala de lo Penal en la Audiencia Nacional. En hora buena, Señoría. Te volveré a escribir cuando lea tu impúdica sentencia.
Entre tus condenados, y aunque la reflexión que voy a hacerte es aplicable a cualquiera de ellos, hay uno que es al que mejor conozco y del que más cosas sé. Como el resto, fue torturado; injustamente encarcelado, aislado dos años y medio, y finalmente liberado porque también dijeron de él, entre otras lindezas, que estaba en dos sitios a la vez y que corrió con muletas recién operado. Podría narrarte su mortal accidente, su simulacro de linchamiento al tacharnos un fatuo de alimañas, su neumonía, su necesidad de psicólogo. Es un chaval que, por haberle desenmascarado, nuestro consejero de Interior necesita en la cárcel. Para conseguirlo, él, que ha mentido una, cinco, diez veces, ha vuelto a hacerlo ahora. Otro día, Señoría, te contaré el amago de incursión que tres enfermedades, las que más matan, han hecho en nuestras vidas, desde que ese innombrable nos acosa. Como puedes comprobar, Ángela, vuestras sentencias conllevan una condena mucho más cruel que los dígitos que delimitan los años de prisión.
El consejero, tras sus sucesivos fracasos anteriores, ha encontrado, por fin, una juez a su medida. Os habéis juntado el hambre y las ganas de comer. Lo que no consiguió con otros lo ha conseguido contigo. Porque tú también te has subido al carro de las bilocaciones. Tú también has ubicado a un condenado donde no podía estar pues nosotros, sus padres y varios testigos, estábamos con él, la noche de autos, en el establecimiento donde servía. Tú sabrás por qué lo has hecho. Tú sabrás por qué has reinventado el principio “en la duda a favor del trapacero”. Estudiar leyes para conculcar derechos es lo mismo que estudiar pediatría para meter mano a los niños.
Estamos hartos. Tres veces detenido, tres veces sus estudios cortados, por tercera vez cruel aislamiento, y a viajar por tercera vez muy lejos los fines de semana. Has decidido nuestro modus vivendi para estos próximos cinco años. Y ahora, ¿qué? De pequeño, aprendí que justicia era dar a cada uno lo suyo, por más que aquí todas han ido a parar a la misma mejilla, la nuestra. No nos queda otra, pues, para equilibrar la balanza, que intentar alcanzar, por nuestra cuenta, esa justicia que nos estáis negando. Nos lo exigen la dignidad y las vísceras, aunque de momento sólo haremos caso a la primera. Dime, si no, qué habrías hecho tú si yo le hubiese hecho eso mismo a un hijo tuyo. No estoy dispuesto a esperar otra ley de memoria que nos resarza de la perversidad de vuestros veredictos.
Porque vosotros no habéis juzgado la quema de un par de cajeros, que, sin descartar a la policía autónoma, vete tú a saber quiénes fueron los autores. No. Eso os importa un ardite. Vosotros necesitáis los juicios y los utilizáis para ejercitar vuestro odio a todo lo que representamos, para saciar vuestra sed de venganza. Así de claro. Momento es, pues, de poner a cada uno en su sitio. ¿Intuís de lo que pueden ser capaces unos padres que saben de la inocencia y tortura de sus hijos presos? No vais a tardar en comprobarlo. Lo contrario sería renegar de nuestra condición de progenitores, Señoría. Por nuestro pueblo, no te digo que no, podríamos asumir este inmenso dolor, pero jamás para dar satisfacción a vuestros bajos instintos. Ni tú ni el consejero cipayo vais a amargarnos durante más tiempo la existencia. Porque, salvo que el Supremo cobije menos histeria y más coherencia, si no podemos compartir hogar con nuestro hijo libre, compartiremos cárcel con nuestro hijo preso.